El poder de enfrentar con conciencia lo que incomoda

A veces creemos que evitamos el conflicto por la incomodidad que puede generarse externamente: esa sensación difícil al tener que expresar lo que realmente pensamos o sentimos, sin saber cómo reaccionará la otra persona. Nos resulta más sencillo callar, ceder o postergar una conversación incómoda que enfrentar el malestar o las consecuencias que puedan surgir.
Sin embargo, el temor a enfrentar el conflicto no nace de la situación presente, sino de lo que aprendimos sobre él en nuestra infancia. Cuando en casa los conflictos se manejaban con gritos, agresividad, silencios prolongados o maltrato —ya fuera físico o verbal—, nuestro sistema emocional aprendió que el conflicto es peligroso. Creando consigo algunas creencias cómo: “si hay conflicto, hay dolor”, “si expreso lo que siento, algo malo va a pasar”.
Además, cuando los conflictos no se resolvían adecuadamente, era frecuente que las relaciones se fracturaran. En algunos casos, el conflicto terminaba en separación, distanciamiento o rechazo. Esa asociación emocional lleva a muchas personas a creer inconscientemente que expresar el desacuerdo puede significar perder el vínculo. Así nace el miedo al rechazo o al abandono, y se consolida la idea de que es mejor evitar el conflicto para no arriesgar la conexión afectiva.
Estas son incomodidades que se manifiestan hacia afuera, en el entorno o en la relación. Pero vale la pena preguntarnos:
¿Qué sucede dentro de nosotros cuando evitamos el conflicto?
Cuando evitamos un conflicto, la tensión no desaparece; solo cambia de lugar. Lo que no se dice se queda adentro, y con el tiempo se convierte en resentimiento, frustración o ansiedad. Cada vez que negamos nuestra necesidad de ser escuchados, protegemos la armonía externa a costa de nuestra paz interna. Evitar el conflicto hacia afuera, muchas veces, lo multiplica por dentro.
Como decía Carl Jung: “Lo que niegas te somete; lo que aceptas te transforma.”
Evitar el conflicto es, en el fondo, una manera de negar una parte de nosotros: la que necesita ser reconocida, respetada o comprendida. En cambio, enfrentar el conflicto con conciencia —sin agresión, sin huir— nos permite integrar esa parte, dándole un lugar en nuestra experiencia. Es un acto de madurez emocional.
Para construir una relación sana con el conflicto, es necesario revisar y limpiar las experiencias pasadas que hayan dejado huellas o creencias limitantes. No se trata solo de aprender técnicas de comunicación asertiva; se trata de sanar el origen emocional del miedo.
Esto implica trabajar con el niño interior, ese aspecto de nosotros que alguna vez sintió miedo, rechazo o desprotección ante los conflictos. Al ofrecerle seguridad, validación y contención, se empieza a liberar la creencia de que el conflicto equivale a peligro o abandono.
A medida que fortalecemos ese vínculo interno, se va construyendo una autoestima sólida y segura, capaz de sostener la incomodidad que conlleva un desacuerdo. Desde esa base, enfrentamos los conflictos con madurez, apertura y compasión, sin miedo a perder el amor o la conexión.
Porque una relación sana con el conflicto no consiste en evitarlo, sino en aprender a transitarlo con conciencia, entendiendo que el desacuerdo también puede ser un camino hacia la verdad, la autenticidad y el crecimiento compartido.